LAS REUNIONES

Tener más reuniones no quiere decir producir más. Tampoco equivale a decidir más o mejor. Ni tan solo supone comunicar más. Tener más reuniones de la cuenta es simplemente una enfermedad, como nos recordaba Peter Drucker: «Meetings are a symptom of bad organization. The fewer meetings the better».** Hacer reuniones para todo tiene más que ver con la cultura corporativa que con ningún sistema de gestión. Se hacen reuniones para convocar más reuniones y al final se hace una reunión para evaluar
las reuniones anteriores. Muchas organizaciones están enfermas de exceso de reuniones. Consumen su tiempo procrastinando colectivamente. Trabajar quiere decir producir, valor, y eso solamente pasa en un tipo muy determinado de reuniones, que no son las más abundantes. Muchas reuniones son este espacio en el que los pesados plantan su bandera. El lugar donde los resentidos se explayan en hurgar viejas heridas. Son el escenario donde se percibe cómo el miedo tiene bloqueadas a muchas organizaciones. Son el territorio donde florece con nítida evidencia la autenticidad o el paripé. En las reuniones se constata si en una empresa hay equipos capaces de crear empatía o grupos que se relacionan desde la desconfianza.

Del libro: Esquivar la mediocridad

EL CAMBIO

Crear una cultura empresarial que valga la pena es bastante más difícil que crear un negocio. La cultura tiene algo del ADN que permite a las empresas adaptarse o desfallecer ante cambios de contexto muy bruscos, como el que nos toca vivir en estos tiempos. Y cambiar una cultura una vez consolidada puede ser incluso más difícil que crearla. A todos nos viene a la cabeza Kodak, capaz de inventar la fotografía de digital, pero incapaz de cambiar su cultura de vendedores de películas de fotografiar. Kodak es
el gran ejemplo de cómo una empresa puede inventar el futuro de su sector, pero no saber aprovecharlo por la incapacidad de cambiar su cultura. Intentarlo lo intentaron; pusieron, además, muchos billones de dólares para conseguirlo. También lo hicieron Motorola o Yahoo! Pero al final las viejas inercias interiorizadas en cada uno de sus empleados pudieron más que todas las propuestas de transformación digital.
Acordémonos una vez más de Peter Drucker: «Culture eats strategy for breakfast» (la cultura se zampa a la estrategia para desayunar). Muchos planes estratégicos, muchas proclamas de transformación digital, se estrellan ante culturas corporativas que se amarran a las viejas inercias e impiden silentemente el cambio. Algunas culturas hacen que el cambio sea siempre un discurso aspiracional, pesan como una losa. Por el
contrario, otras empresas (Amazon, Google o Tesla) hacen del cambio y la innovación el corazón de su cultura. Pero ¿por qué es tan difícil cambiar una cultura de empresa? Pues porque implica cambiar algo importante en cada una de sus personas. El cambio es verdad cuando cambiamos las personas.

Del libro: Esquivar la mediocridad

ENEMIGOS DE LA INNOVACIÓN

En general, a la innovación se la mata diciendo que sí. Pero luego dejando que sea que
no, que no suceda nada que altere lo mainstream. La lista de mínimos de los enemigos
de la innovación que he encontrado se sintetiza así:

  1. El cortoplacismo. Pan para hoy, hambre para mañana. Accionistas de la cortedad e incentivos orientados al
    presente.
  2. La arrogancia de los que no pueden aprender de nadie, que se creen la referencia perenne.
  3. La imposibilidad del fracaso en una cultura de penalización del riesgo responsable.
  4. El happy flowers. La innovación es tener muchas ideas.
  5. La rutinización de los procesos de innovación. Crear cuerpos de funcionarios de la creatividad.
  6. La innovación por subvención y no por convicción.
  7. La discontinuidad. La falta de sistemática. La innovación sincopada.
  8. La memoria, que impide volver a probar iniciativas que en otra coyuntura fueron un error.
  9. La falta de decisión. El sí pero no. La falta de disciplina de implementación.
  10. Una estrategia de porfolio equivocada, que no deja espacio a lo nuevo, que no remueve lo viejo.

Del libro: Esquivando la mediocridad

INSISTIR EN INNOVACIÓN

Leo en Fast Company que la empresa finlandesa Rovio, creadora del famoso juego Angry Birds, uno de los más vendidos de la historia, estuvo años para desarrollarlo y que antes de alcanzar el éxito tuvieron que probar 52 versiones y estuvo a punto de quebrar. Rovio fue impulsada por tres estudiantes de la Universidad Aalto que en 2003 participaron en un concurso de juegos impulsado por Nokia y HP. Nestlé fundó Nespresso en 1986. La visión que tuvo de café de calidad en cápsulas no varió, pero el camino hasta el éxito fue sinuoso y no llegó hasta principios de 2000. El lubricante WD- 40 quiere decir literalmente «Water Displacement – 40th Attempt», puesto que el químico que lo desarrolló necesitó 39 prototipos hasta conseguir el producto que quería ofrecer, un aceite que lubricara y repeliera la humedad. Es la misma historia del desengrasante KH-7, desarrollado cerca de Barcelona, pero con un acierto más cercano.
Hay muchos ejemplos de innovación lenta. Nada nuevo después de que Edison ya

La desburocratización empieza por uno mismo

La historia de muchas empresas es la de una organización que nació fresca, con fundadores emprendedores que a suma de esfuerzo y acierto de cara a los clientes fueron creciendo. Unas más rápidamente, otras más lentamente. Fruto de este crecimiento, empezaron a incrementar su staff. Necesitaban coordinarse mejor, garantizar la calidad y dejar esa fase de zapato y alpargata en la que lo aspiracional es mucho más consistente que las propias estructuras.

Las empresas empiezan a burocratizarse casi sin darse cuenta. Pero lo cierto es que el número de gente que ya nunca toca cliente va creciendo. Lo que era al inicio obsesión por el cliente hay una parte de la empresa que la convierte en una cierta obsesión por el control. La burocracia tiene eso: ordena, vertebra, establece procesos para todo.

Tranquiliza. El sueño del burócrata es el de una máquina en la que todo encaja, todo está bajo control, clientes incluidos, por supuesto.

La vida interna de las empresas tiende a ser exponencial. Siempre se puede hacer un informe más, siempre se puede perfeccionar una normativa, siempre hay otro formulario que inventar. Pero llega un día en que la cantidad de gente que perdió la empatía con los clientes ha crecido desproporcionadamente. Aquel sentido de urgencia de los que tocan cliente se disipa y se pierde la noción de lo que realmente es más importante, si lo de dentro o lo de fuera, si los clientes internos o los clientes de verdad. Mientras, la capa directiva se va poblando en exceso. Directivos que ya no aportan tanto para mantener su estatus necesitan «soldados», estructuras que se dedican a hacer los procesos mucho más barrocos, a dar importancia a cosas que nada tienen que ver con la misión de la empresa ni con lo único importante: deleitar a los clientes. A más burocracia, más tontería.

Las jerarquías clásicas son la gobernanza natural de las burocracias. Empresas verticales, de mucho silo. A veces, empresas con mucho escalafón estilo chusquero y menos meritocracia. En los casos extremos las burocracias más patológicas son verdaderas dictaduras de los controllers. La cultura entonces es de dentro hacia fuera, es de desconfianza con todo lo «no inventado aquí». Estas organizaciones se vuelven sinuosas, llenas de comités, y enferman de exceso de reuniones que viven alejadas de las necesidades de unos clientes que cambian endiabladamente.

Y llega un día en que las disputas departamentales, la politiquería de tanta dirección superpoblada, ha sembrado de obstáculos hasta las cosas más sencillas. Lo que antes era informal y era resuelto desde la complicidad, ahora cuesta un mundo. Todo parece una pequeña carrera de obstáculos perfectamente definida en las muchas normativas que se acumulan. Son esas empresas que tardan semanas para dar de alta a proveedores. Son esas empresas en las que es fácil que las urgencias tengan más que ver con los procesos que con los clientes. Cada uno tiene su propio perímetro y lo importante es que en su recinto lo suyo funcione; si el resultado final no funciona para el cliente, será culpa de otro. Se pierde transversalidad. Se perfecciona la capillita.

Y esas empresas donde estaba perfectamente definido el tamaño de mesa de cada escalafón y si correspondía o no un despacho con ventana. Todo es inercial y autocomplaciente. Hasta que amanece el día en que aquella innovación que se habían convencido de que no llegaría nunca a su sector les toca de cerca, altera la tranquilidad de sus mercados. Huele a disrupción. Los clientes cambian sin pedir permiso y lo hacen muy rápido y a la vez. Entonces esas organizaciones en las que la gente que nunca toca cliente ha aumentado   desproporcionadamente acostumbran a probar la innovación, pero como su cultura es todo lo contrario, vuelven a dar el poder a los controllers y se empeñan en que el mundo no va a cambiar tanto.

Pero el mundo ya cambió y la ecuación entre la dimensión y la agilidad se alteró. La agilidad tiene las de ganar. Y convertir a empleados a los que se ha inculcado la mentalidad burocrática en emprendedores con dotes de superagilidad no es fácil. Los bancos ya se han dado cuenta. Y muchas empresas industriales también. Si lo que marca la competitividad es la capacidad de adaptación y poner al cliente en el centro de la cadena de valor, entonces esas burocracias suponen todo lo contrario. Les cuesta una barbaridad abrirse, respetar a los pequeños, jugar con las nuevas reglas, asumir los nuevos tempos, entender al talento más joven. Desburocratizar es urgente. Las cosas cambian rápido. Hay que aprender a compatibilizar calidad y agilidad. Hay que saber ser ambidiestro: explotar y explorar. Hay que tomarse la innovación en serio y orientarla a las necesidades que los clientes no saben expresar todavía. Aplanar las organizaciones. Ser más transversales. Implicar a las personas a cambio de empoderarlas. Aupar por meritocracia. Democratizar la información significativa. Reequilibrar la relación entre controllers y emprendedores.

Desburocratizar no significa prescindir de gente, pero sí cambiar la cultura, ganar mucha agilidad, hacer de la empatía con el cliente un axioma y de la gestión del cambio algo habitual. Me gusta la expresión lean elephants de los que intentan retornar las empresas a sus orígenes: recuperar el espíritu y el hambre de la start-up que un día fueron. Algunos pretenderán desburocratizar constituyendo comités de desburocratización. No va por ahí. Va de ejemplo. Va de autenticidad. Va de cliente en el centro. Va de humildad. La desburocratización empieza por uno mismo. Es urgente.

Del libro: Esquivar la mediocridad

CLIENTES

Cuando una empresa se cree más lista que sus clientes, entonces se pierde todo sentido. Nadie lo expresó mejor que Gandhi: «Un cliente es el visitante más importante de nuestras instalaciones. Él no depende de
nosotros, somos nosotros quienes dependemos de él. No es una interrupción de nuestro trabajo, es la finalidad de este. No es un extraño en nuestro negocio, forma parte de él. Al servirle no le estamos haciendo un favor, es él quien nos hace un favor al darnos una oportunidad para servir».

Sin cliente no hay empresa. Puede haberla sin jefes, sin departamentos, pero no la hay
sin clientes.

Del Libro: Esquivar la mediocridad

LA MEDIOCRIDAD

La mediocridad es la anteposición de los límites, la definición perfecta de los imposibles, la entronización del presente como todo horizonte. Una empresa es mediocre cuando la media de sus profesionales es mediocre, son poco generosos, son críticos solo con los demás, les importan poco los proyectos, les importan relativamente los clientes, se importan básicamente a sí mismos.

Como dice el gran Jorge Wagensberg, la mediocridad es una decisión personal.

¿Y como huir de la mediocridad’ Pues empezando por uno mismo. No hay nada más mediocre que espera que lo rescaten a uno de su propia mediocridad. Salir de la mediocridad requiere actitud, esfuerzo y fomentar una espiral infinita de aprender- desaprender-reaprender. Salir de la mediocridad empieza por no abonarse a las quejas fáciles ni la autocomplacencia.